Cuando volví a Cuevas del Almanzora cada cuevano tenía en su bolsillo un pedazo de espejo gastado. Al saber que estaba sacaban el filo y se lo leían a la persona que tenía que ver conmigo. Muchos evitaron mostrar el espejo.
Una noche se cerraron todas las puertas de entrada del pueblo y se decomisaron los espejos filosos. El que los ocultara sería fusilado en las paredes del castillo de Calguerin.
Con los espejos entregados empecé el trabajo de pegarlos y construir un monumento en el centro del pueblo frente al ayuntamiento y compartiendo viento, marea y sol con el filántropo de barba que ayudó a los naufragos de la riada.
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